El pasado invierno paseábamos de madrugada por las calles del pueblo, era una noche fría, casi glacial pero el cielo lucia estrellado y era todo un lujo disfrutarlo. De pronto, escuchamos un aleteo, casi como un susurro; enredado entre las ramas de un seto se encontraba un pichón de tórtola debatiéndose entre la vida y la muerte, helado, agotado y famélico.
Lo tomamos entre la manos y se dejó abrazar, al llegar a casa, le preparamos una casita de cartón improvisada, con miguitas de pan y alpiste y lo sacamos a jardín.
Durante unos días permaneció en el nido, pero una mañana, lo vimos levantar el vuelo y posarse en el tejado vecino, habia recuperado sus fuerzas y volaba recuperando la libertad y la vida.
Desde hace unos días, una preciosa paloma viene a diario a nuestro jardín y comparte el alpiste con gorriones y petirrojos,
se pasea por el césped y no se asusta si salimos al porche a disfrutar de su presencia, casi parece de la familia. ¿Será el pichoncito que rescatamos que vuelve a su casa?
Cuando era niño tenia un periquito pero no estaba nunca enjaulado, jugaba con él como si fuera un amigo, lo encerraba en la cabina de un camión de juguete y lo paseaba por la casa, le daba de comer en la mano y lo sacaba a tomar el sol en su jaula desde el alfeice de la ventana. Aprendió a abrir la puerta y paseaba sobre los barrotes compartiendo el alpiste con sus amigos, pero un día desapareció, nunca sabré si eligió la libertad o se perdió durante un vuelo primerizo.
Jamás he vuelto atener jaulas, pero ahora desde mi jardín puedo disfrutar de gorriones, petirrojos, calandrias y cueretas que vienen a alegrar nuestras ventanas, los polluelos de golondrinas nos llenan el césped de caquitas, pero es un precio irrisorio por disfrutar la vida despertando cada mañana.
No se si esa preciosa tórtola es nuestra antigua ahijada, pero su presencia me recuerda que nunca se pierde lo que entregas
solo se pierde lo que egoístamente ignoramos, nos guardamos y nos negamos a compartir.