Sólo cuando supe que a la mañana siguiente daría a luz, logré tranquilizarme como lo hacen los náufragos al sentir las primeras arenas de la orilla.
Las imágenes de mi caminata rumbo al sanatorio poblarían las pantallas de todos los noticieros del mundo. Ya esperando en mi habitación traté de calmarme divirtiéndome con aquellas escenas que me mostraban con los dos brazos apuntalando mi cintura, como si manos invisibles presionaran hacia atrás. Era risueño ver mi rostro antiheroico mientras cargaba el bolso con el ajuar para el bebé. Podía tomarse de manera simpática si uno lo deseaba, aunque en realidad la situación había mutado hacia un punto insostenible. Ansiaba inmensamente que todo terminara y que los minuteros aceleraran su recorrido circular. Por fortuna pronto se oyó la voz segura de la obstetra. "Llegó el momento de que tu creación se independice...", reflexionó extrañamente camino a la sala de parto. Confieso que sonaba tan cautivante la propuesta que incluso ya no pesaba mi condición sexual. "En sólo unos instantes, Santiago, el eje de tu vida cambiará para siempre", predijo mientras conducía mi camilla. Por la seguridad de sus palabras, demostraba saber de qué se trataba...
Me aplicaron una anestesia local que no logró su cometido. Sentí desde el primer milímetro la incisión del bisturí y el recorrido de varios hilos de sangre surcó mi panza convertida en montaña. Apenas fue abierta la boca de expendio natal dos médicos que no conocía metieron sus manos buscando el tesoro escondido en las profundidades de un mar rojo que ahora salpicaba los más confusos fluidos. Tras unos segundos de incertidumbre sus miradas se conectaron para consultarse sobre lo que habían agarrado. Dándose el visto bueno con un silencio sonoro sacaron acompasadamente la placenta cuadrada, uniforme y oscura, igual a la que habíamos apreciado en la ecografía. La elevaron como elemento milagroso hasta las manos de la matrona, mientras todo se escurría junto a nuestros suspiros de asombro. El instante se tiñó de realismo mágico cuando la bolsa geométrica, que no cesaba de latir, fue secándose ante nuestra vista para tomar definitivamente un color marrón muy opaco. El silencio se apoderó de la sala. Tuvieron que transcurrir algunos minutos para que la imagen se fuera transformando en certeza.
A mi boca le costó mucho tiempo poder balbucear esta verdad. Era muy cierto que todos los ejes que consideré firmes pasarían a relativizarse. Porque durante nueve meses lo que había convivido palpitando en mi estómago no era otra cosa más que un cardinal sobre de papel rústico, muy similar a la madera húmeda. Desde su interior debía asomarse mi niño, anhelante de vida exterior, pero ningún ser jadeante ni lloroso salió a través del prolijo corte longitudinal. Mi primogénito perseguía otros fines. Menos de un kilo le bastó para materializarse en un soberbio libro de incontables páginas, tapas gastadas y letras autónomas dispuestas a justificarlo todo. Desde su propia existencia hasta la de todos los seres. Detallando la historia de cada vida con textos que hurgaban en los antepasados comprendiendo el porqué de los días venideros. Profundizando los momentos felices sin obviar las tristezas. Destilando diálogos y separaciones. Narrando exilios y viajes de placer. Vivenciando las más crudas guerras junto con apasionadas uniones. Las razones y los desaciertos se amontonaban en cada letra precisa provocando la sensación de que allí estaba todo, aunque a veces resultara imposible encontrar algunas respuestas. Casi como la existencia misma, que aloja en su línea de tiempo todas las verdades a sabiendas de que cada ser sólo puede disfrutar de una breve proporción, casi ínfima, de esos conocimientos.
Afortunadamente, todos los mecanismos que la sociedad había activado en seis meses empezaron a desenchufarse a las pocas horas. Tan sólo mis ayudantes silenciosos permanecían en la habitación. Ellos habían traducido la supuesta cesárea en una simple cicatriz de bajo vientre. Definitivamente no hubo parto para la prensa y sin bebé desapareció la emoción mundial. De aquel momento queda en mi mente el vago recuerdo de la enigmática partera sin edad hablándome por horas con miles de términos que lograron tranquilizarme milagrosamente. Palabras que nunca más pude recordar. Allí quedé solo, muy tranquilo, hasta que me asignaron un ocasional compañero operado de hernia que se debatía con su propia somnolencia. El silencio de la sala posibilitó mi primer momento de reflexión. Pude buscar en paz alguna explicación a lo sucedido.
Un hombre es a su vez todos los hombres. La totalidad de los seres se agrupa en la esencia de un individuo. Entendí que aquel libro dejó de pertenecerme cuando entró en contacto con el aire que todos respiramos. Fue muy fuerte su mensaje. Aquella aparición sirvió para demostrarme que las respuestas están siempre dentro nuestro. Que las guerras, las comidas, un libro o cualquier invento que la humanidad propicie no son otra cosa más que simples tecnologías que exhiben lo que el cerebro y las almas deciden de manera inconsulta, aunque acompasadamente.
Un hombre es la sociedad toda. Su hermetismo muchas veces parece incurable pero logra que sus creaciones supuren en respuesta a una necesidad. Los organismos encuentran el modo de exorcizar sus residuos emocionales sacándolos fuera. Los elementos elegidos para hacerlo son brazos de su tecnología. Mi físico decretó la rebeldía interna para combatir la exasperante desidia de una nula expresión. La muerte de mis padres, amores no declarados, los afectos vacíos y alegrías tímidamente reprimidas fueron escribiéndose sin ayuda. Un hombre es todos los hombres... Las masacres injustas, grandes inventos, todos los nacimientos y las delicias globales surcaban también aquellos renglones. La naturaleza, nuestra esencia, sabe mofarse del temor a decir, de la vergüenza de plasmar, de la falta de personalidad para afrontar. Un cuerpo, todos los cuerpos, habla cuando osa expulsar el tomo de las materias pendientes con la vida real. La obra concluida, una herramienta, un soporte, se depositó palpitante en mis manos, desafiante, buscando tal vez una aprobación.
Abracé fuertemente el libro contra mi pecho antes de verlo por última vez en sus manos. Ella fue quien conservó la escurridiza e infinita creación. A cambio dejó dos palabras en un breve papel con lo que intuí sería su nombre. Después, nada supe de sus vidas sin tiempo. Alguien me habló de una mudanza a Bombay, otros mencionaron Bikanir. Pero ya no tenía importancia. Siempre confié en que Holy Writ sabría qué hacer con él...
Aldo Ruffinengo