Tenían las manos atadas o esposadas, y sin embargo los dedos  danzaban. Los presos estaban encapuchados: pero inclinándose alcanzaban a ver  algo, alguito, por abajo. Aunque hablar, estaba prohibido, ellos conversaban con  las manos.
Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que en prisión  aprendió sin profesor:
-Algunos teníamos mala letra -me dijo-. Otros eran  unos artistas de la caligrafía.
La dictadura uruguaya quería que cada uno  fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie; en cárceles y cuarteles y en  todo el país, la comunicación era delito.
Algunos presos pasaron más de diez  años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más  voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores.  Fernández Huidobroy Mauricio porque pudieron hablarse, con golpecitos a través  de la pared.
Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores:  discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también  compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen  respuestas.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la  voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos,  o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos  algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o  perdonada.
E. Galeano
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