La gripe antisocial
- Foto: TOÑO VEGA
Todo placer comporta un sufrimiento. Después del amor todos los animales están tristes. Después de la verbena llega la melancolía. Existe un mecanismo de autodefensa ante la euforia excesiva. Y para neutralizar los excesos no hay nada más eficaz que la exaltación del arrepentimiento. Los administradores del arrepentimiento han sido siempre las religiones. Y cuando la religión de lo sobrenatural ha caído en desuso, han llegado los religiosos de la razón para conseguir los mismos resultados.
Los administradores del arrepentimiento son hoy los burócratas de los hábitos de salud. En un afán de convertir nuestros cuerpos golosos y ávidos en cuerpos angélicos, los expertos en salud pública y los nuevos chamanes de la vida alternativa han reescrito los 10 mandamientos y nos advierten en todo momento de lo mal que estamos haciendo las cosas. Antes a ese mal se le llamaba pecado. Ahora el fundamentalismo salutífero ha inventado pecados nuevos y extrañas tablas cuyos límites no pueden sobrepasarse. Cualquier análisis dispone de las llamadas «líneas rojas» bajo las cuales todo se mantiene en el orden celular establecido. Pero ay de ustedes si las sobrepasan, porque entonces es que ustedes están caminando implacablemente hacia la autodestrucción.
Los malos hábitos se contraen por la boca. El hombre, ese prodigioso animal omnívoro, ha dejado de ser un templo blindado por vacunas y hoy se nos ofrece como una institución agrietada y vulnerable. Hasta la publicidad insiste en la importancia de comer «sano», como si hubiera alguien que voluntariamente prefiriera alimentarse de ponzoñas y detritus, de pescados venenosos o carnes putrefactas. El omnívoro está mal visto. Y lo está porque la nueva religión de las largas vidas considera que todo lo que nos rodea es un peligro y que la nevera, ese antiguo tabernáculo de la abundancia, es en realidad un arsenal de armas de envenenamiento individual.
Pero vayamos un poco más lejos de las neveras. El aire y el agua se muestran hoy como verdaderas colonias de infusorios y de enfermedades microscópicas. ¡Qué no decir del vino, ese líquido que ha presidido todas las mesas desde los antiguos griegos hasta hoy y que constituye uno de los objetivos preferidos de nuestros políticos! En la cima de todos los peligros se encuentra el tabaco, naturalmente. Y el azúcar. Y la sal. Y las grasas, que antes eran sinónimo de reserva y que hoy son la amenaza mayor para las arterias.
Y, de vez en cuando, llega una enfermedad de verdad. Una enfermedad de etiología desconocida que siempre ha de llegar acompañada de un pequeño placer. Así fue el sida, que significó en su día el fin de la libertad sexual de toda una generación. Y ahora nos ha llegado la gripe nueva, una enfermedad que no llega por el contacto directo con pollos, gallinas y otras aves de corral, como lo fue la gripe aviar. La nueva gripe es el flagelo que intenta romper la cohesión social. Porque la nueva gripe se está cebando en grupos de gente feliz: estudiantes que se fueron al Caribe, jóvenes que regresaron de colonias. La nueva gripe corresponde al pecado de las afinidades electivas. Me da pavor que esa gripe nos lleve al aislamiento y al temor del otro. Porque si alguna esperanza le quedaba al mundo, era el debate común y la duda compartida. Pero esa nueva gripe hace que el aliento del amigos se convierta en nuestro enemigo. Y ahí está el poder, en sus palacios presurizados, esperando que la sociedad se funda en triste y estéril individualidad.