Cuando sintió la voz de su madre, Pepa no pudo parar de llorar  en tres días. No fueron suficientes las palabras de consuelo, ni los  abrazos ni  los silencios: estaba rota, por dentro y por fuera. 
Al tercer día, su madre se aseguró de que, por fin, dormía profundamente  y se fue corriendo al mercado. Compró un cuarto de gallina, medio  pollo, un trozo de carne para caldo y dos buenos huesos para dar  sustancia. Al frutero le pidió zanahorias, puerros, patatas, apios,  calabacines y un puñado de garbanzos. Para las magulladuras que le  dolían a su hija, en el cuerpo y en el alma, compró árnica y manzanilla. 
Cuando volvió, puso al fuego lento las aves, la carne, las legumbres y  las verduras, con un buen chorro de aceite y sal. Aparte, coció la  manzanilla y se la llevó, junto con el árnica hasta la cama de Pepa. Con  tierno cuidado maternal, colocó pequeños paños humedecidos sobre los  hinchados ojos de su primogénita, que se hizo mujer demasiado pronto. 
Le dolían en su propia carne, los golpes que, aquel desgraciado (al que,  un mal día, le dio la bendición para casarse con su hija), había  marcado, como tantas otras veces, sobre el cuerpo de su pequeña. 
Untó, cuidadosamente, árnica sobre cada uno de los moratones. 
Al despertar, Pepa se encontró de frente con un tazón de caldo que su  madre le ofrecía, sin posibilidad a rechazarlo. Tras la primera  cucharada, sintió correr de nuevo la sangre por su vida. Como cuando era  niña y tenía fiebres y su madre le preparaba el mismo caldo: su cuerpo  parecía renacer. 
-          No hay nada que estos remedios no curen…  Termínate el caldo,  que te vienes conmigo a casa. Tú aquí, no vuelves… 
Pepa, obediente, siguió comiendo. 
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